Noche sobre noche by Ignacio Vidal-Folch

Noche sobre noche by Ignacio Vidal-Folch

autor:Ignacio Vidal-Folch [Vidal-Folch, Ignacio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2009-03-01T00:00:00+00:00


Al pie de este poema se mencionaba la suma, insólitamente moderada, que había que abonar —la mitad por adelantado y la otra mitad tras cobrar la pieza— al representante del Concejo Agrícola (que no sería otro que Martin en persona).

Luego los dos primos se sentaron a aguardar las llamadas de cazadores ávidos de matar osos. Y no tuvieron que esperar mucho: al cabo de unos días aparcaba ante la casa de veraneo un coche todoterreno del que brotaron dos señores como caricaturas de Grosz: grandotes, culones, sonrosados, con las narices chatas y respingonas. Bajo sus capas cortas vestían ropa deportiva de gamuza, cruzada por correajes de cuero; llevaban sombreros tiroleses, sobre los que se balanceaban airosas sendas plumas de faisán. Al descubrirse para entrar en el «albergue de ensueño», que les sorprendió gratamente pues su modestia y desnudez confirmaba sus prejuicios sobre el miserable nivel de vida en los países comunistas, mostraron unos cráneos rasurados, paradigmáticamente prusianos.

El más alto se llamaba herr Kuttenmeyer y el más bajito, herr Boíl. Quizás les chocase la foto de la tía de Martin en una repisa, la pastilla de jabón gastada en el lavabo o el montón de periódicos viejos junto a la chimenea, pero no hicieron ningún comentario pues iban a lo suyo, que era matar un oso. Hicieron los honores a la cerveza que les sirvió el primo y despacharon sin melindres la cena, mientras Martin les hablaba de la gran abundancia de fieras en la región. Después de cenar, sentados junto a la chimenea, sacaron de sus estuches las escopetas, dotadas de mira telescópica y gruesos cañones empavonados que aceitaron y baquetearon, tomaron unos traguitos de slivovice, y tempranito, pues al día siguiente había que madrugar, se acostaron en «la mejor habitación del albergue» —la alcoba de los tíos.

A la mañana siguiente Martin les condujo por los ondulantes prados, húmedos de rocío, hasta unos zarzales de moras que crecen junto al bosque.

—Por este sendero forestal —explicó, sombrío, señalando el camino que serpentea por la orilla del bosque y comunica las aldeas de Jilihava y Parjudibice—, cada mañana pasa un oso de envergadura descomunal que tiene aterrorizada a la comarca, y va a abrevarse en un manantial cercano. Sobre todo, en cuanto lo vean no vacilen ni un segundo, disparen y no marren el tiro, porque la gran bestia ya ha catado la carne humana, es endiabladamente astuta y no nos concederá una segunda oportunidad.

—No se preocupe —masculló herr Kuttenmeyer, dando confiadas palmaditas a su escopeta mientras escrutaba la lejanía.

—Pero este sendero que usted dice, ¿no es muy ancho? —se preguntó herr Boíl—. Parece más bien un camino vecinal… Y hasta se ven roderas de los coches…

—El oso está al llegar —Martin zanjó el tema—. ¡Alerta, caballeros, que nos jugamos la vida!

Días atrás, Martin y su primo habían visitado un campamento de gitanos que peregrina por las carreteras de Hungría, Eslovaquia y Bohemia y por aquellas fechas primaverales solía alzar la remendada carpa de un circo en las afueras de Parjudibice. El



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